La Torá presenta dos relatos sobre la creación del ser humano. En el primero, se nos dice que fuimos hechos a imagen y semejanza divinas, con la capacidad de dominar sobre todo lo existente (Gn. 1:26-28). En el segundo, en cambio, el hombre es creado solo, en medio de los animales del jardín del Edén, hasta que, de uno de sus costados, D-os forma a la primera mujer. Aquí, por primera vez, leemos que hay algo que no es bueno, por parte del mismo Creador quien dice: “no es bueno que el hombre esté solo” (Gn. 2:18). Y vemos también que al primer ser humano se le encomendó el cuidado y cultivo del jardín del Edén (Gn. 2:15). A partir de lo anterior, podemos ver que, para que el ser humano alcance su potencial, debe actuar con integridad porque a imagen y semejanza de Su Creador fue hecho y esto sólo se refleja, cuando cumple con las tareas que Él le ha encomendado. Nuestros primeros antepasados desobedecieron la orden divina que les fue dada y, debido a ello, la humanidad comenzó a forjar su destino lejos de la Presencia Divina (en términos relativos, pues Dios es Omnipresente). Al cabo de diez generaciones, la Torá nos informa que el mundo se “llenó de violencia” y que la corrupción humana sobre la Tierra era grande y se enuncia una de las declaraciones más estremecedoras que podemos encontrar: “Dios reconsideró el haber hecho al hombre sobre la Tierra y Su corazón se llenó de dolor” (Gn 6:6). Tal fue la magnitud del daño causado por nuestra especie, que decidió ponerle fin a nuestra existencia y cada vez que nos rebelamos contra Él, recreamos esta descripción alegórica. Sin embargo, en medio de este desastre, también se nos indica que Dios puso la esperanza de reiniciar la historia de la humanidad en un hombre justo, que sería el nuevo Adán: Noé. Noé es un personaje arquetípico para distintas culturas de la antigüedad que recuerda a aquel que tiene la amarga tarea de presenciar la decadencia de la sociedad de la cual forma parte, pero también de dirigir un nuevo comienzo. El juicio divino se ejecutó y, tanto Noé como su familia y los animales, estuvieron resguardados dentro del arca. Después de una larga estadía, el día 27 del segundo mes, la tierra quedó completamente seca (Gn. 8:14) y entonces el Eterno le ordena a Noaj y a su familia que salgan del arca. Algunos comentaristas judíos resaltan lo curioso de que necesitaran un mandato para abandonarla, quizás por un temor implícito de volver a empezar la vida fuera del arca, formar otra vez una familia y procrearse, ya que Noé y su familia sintieron pánico de lo que aconteció a la humanidad y no querían que sus hijos revivieran el sufrimiento y el horror vividos por el género humano. En las palabras de Dios, se encuentra un imperativo que les dice: ¡Atrévanse!”. Como seres humanos, tenemos la capacidad de adaptarnos a situaciones complejas, pero también de normalizar situaciones opresivas que nos mantienen en una zona de seguridad. Sin embargo, eso nos aleja de la posibilidad de vivir con libertad, creando una paradoja entre la seguridad y la capacidad de ver la libertad que tenemos, siendo necesario un impulso externo para volver a comenzar. El arca, que había salvado tantas vidas, pasa de ser un refugio a una barrera que aleja al ser humano de lo real y lo desconecta de la obra divina que está presente en la creación. Una vez que Noé y su familia salen del arca, es que D-os sella Su alianza con el patriarca y toda la humanidad, dando una nueva oportunidad de mejorar la creación y recordándonos que, aun cuando pudimos equivocarnos en el pasado, tenemos la esperanza de crear un futuro mejor. Es la salida del arca y el establecimiento de la alianza perpetua entre Dios, Noé y sus descendientes, el motivo por el que celebramos cada 27 de Marjeshván el Día de la Humanidad, un recordatorio del amor de Dios por Su creación y del compromiso que
tenemos como especie por mejorarla.
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